viernes, 2 de diciembre de 2011

Blake y Mortimer: la Marca Amarilla










Puede resultar algo extraño que meses después de abrir el blog no haya ninguna entrada sobre el tebeo que le da nombre y apenas otras dos para el mundo del cómic (el comentario sobre los apócrifos de Tintín y una mini-historieta de factura propia dedicada al eterno Peter Cushing). Pero este blog nunca se puso una serie de objetivos a cumplir, aunque sí cierta serie de temas que encontraron un buen símbolo/resumen en el título La marca amarilla. Y si bien era cuestión de tiempo hablar sobre Blake y Mortimer no lo era menos que este cuaderno de bitácora (la bitácora es el armario) iba a ser actualizado en función de lo que me interesara en cada momento dado. Y no es hasta ahora que he decidido releer y sentarme a criticar esta obra de Edgar P. Jacobs.








Edgar P. Jacobs, belga de 1904, formaba parte del equipo que ayudaba a Hergé, como si de van Dycks o Sneijders de Rubens se tratase, a darle forma a las historietas de Tintín, trabajo que también realizaron otros autores antes de dar el salto con sus propias publicaciones, como Jacques Martín o Bob de Moor, cuya influencia del arte de George Remí es fácilmente detectable. Un buen día Jacobs tiene la feliz idea de darle rienda suelta a sus propias creaciones (además de discutir con el autor de Tintín el compartir la autoría del tebeo del reportero con flequillo firmándolo con los nombres de ambos. La respuesta fue clara). Fruto de esta idea, en 1946, aparecían Blake y Mortimer protagonizando su primera aventura: El secreto del espadón. A este triple número (estaba dividido en tres partes) le siguió El misterio de la gran pirámide, historia en dos cómics que narra los secretos que esconde la pirámide de Keops, ahora al alcance de héroes y villanos de mediados del siglo XX gracias al desciframiento del papiro de Manetón. Habría que esperar a 1953 para hacerse con la primera historieta auto-conclusiva de este dúo dinámico.




La marca amarilla (y desde ya doy aviso de los desvelos de parte de la trama) nos sitúa en un Londres que es todavía capital del imperio británico, asediado por los folletinescos robos y ataques del desconocido cuyo mote da nombre al tebeo. Su modus operandi es sencillo: avisa a los periódicos de dónde va a cometer su siguiente fechoría y, una vez realizada ante la incredulidad de la gente y a pesar de todas las medidas, su símbolo en tiza amarilla deja la huella indeleble de que ha conseguido burlarse una vez más de la city. Tras el atraco al Banco de Inglaterra o la falsa bomba en el 10 de Downing Street, la ultima acción (el robo de la corona de la reina, nada menos) empuja al Home Office a estrechar relaciones con Scotland Yard y a Francis Blake a solicitar la ayuda de su amigo Philip Mortimer.




El desarrollo del argumento recoge varias de las características más recurrentes de los medios de entretenimiento del momento, con sus referencias cinematográficas (la M) y literarias (la reunión de dignatarios ingleses, como en La máquina del tiempo), con una mezcla de intriga detectivesca, dosis de misterio y una fuerte carga de ciencia-ficción (grandes computadoras en manos de villanos carentes de toda moral) que se hace familiar y agradable. Así, el misterioso atacante no es sino un hombre tele-dirigido por un científico loco en busca de venganza y poder (pero principalmente venganza). La historia raya en momentos de gran brillantez, como el comienzo nocturno que nos pone en antecedentes, o la trampa que tiende la marca amarilla a Blake, que continúa con el intento de dar caza al primero y que se convierte en una vertiginosa persecución en coche por las calles de Londres. Y siempre con flema británica, pues parte del atractivo de esta serie radica en el carisma de los personajes principales, ejemplo claro de ese estereotipo que sabe medir siempre y en todo lugar los ritmos y los tiempos uno, y más impulsivo, con un académico sentido de la curiosidad, el otro. Hijos de la Gran Bretaña, Blake es un oficial del servicio secreto británico; por su parte, Mortimer es un físico nuclear que se dedica, es gente de aficiones patrióticas, a ejercer de investigador en sus ratos libres (o cuando su amigo le envía un telegrama pidiendo su opinión). El resultado es una pareja casi tan mítica como Tintín y Haddock, como unos David Niven y Michael Caine con stiff upper lip cuando toca, con humor y agudos en otras ocasiones, caballeros y camaradas siempre, al servicio de su Majestad.

La marca amarilla destaca también por su acabado y color, como no se podría esperar otra cosa de quien se encargó del arte de álbumes como Las siete bolas de cristal o El templo del sol. El trazo del dibujo, fino, preciso y limpio, pictóricamente hablando inserto más o menos en la corriente de la línea clara, realista en los cuerpos y caricaturesco en las caras, es acompañado por un color principalmente plano, con ciertos matices, pero que no niega la inclusión de sombras.




Sin embargo, a pesar de los aciertos de La marca amarilla que nos predisponen a disfrutar del cómic, hay ciertos detalles que aunque no arruinan el relato sí que lo deslucen un tanto impidiendo que llegue a cotas de calidad más altas. El primero de ellos corresponde al modo de narrar inherente a E. P. Jacobs y que, para bien o para mal, es parte de su sello particular. Y es que el uso y abuso de los cuadros de situación genera una redundancia gratuita, pues no suelen aportar nada a la imagen, ralentizando el discurso al darnos por partida doble cada escena, tanto en imágenes como en palabras. Esta actitud hace que se haya catalogado a Blake y Mortimer de literatura dibujada, defendiendo el acercamiento voluntario de Jacobs a este modo de narrar, aunque bien se puede ver en lo mismo la impericia e incapacidad a la hora de usar los códigos del arte secuenciado que más estilizadamente usara Hergé.




Asimismo, aunque no sean de carácter grueso, ciertas incoherencias de la trama provocan que arruguemos el gesto al asistir a giros casi sin explicación o incongruencias en el argumento. De esta manera, salvo el atraco al Banco de Inglaterra (que podemos suponer servirá para financiar los planes del super-villano), no se explican las motivaciones del resto de ataques del autómata dirigido por el dr. Septimus, cuyo objetivo principal es doblegar a aquellos prohombres que ridiculizaron y humillaron las investigaciones que presentó bajo el pseudónimo de John Wade. Como tampoco se explica que dicho autómata, ¡Olrik!, tenga problemas al asaltar el lugar donde se hospedan Blake y Mortimer al despertar su subconscientes por los artefactos egipcios de estos cuando en la primera noticia que leemos se nos cuenta que ha robado también la daga de Amenópolis III (tal vez sea el influjo del lugar). A su vez, a algunos lectores les puede incomodar o resultar abrumadora la gran carga de texto de algunos diálogos, memorables por su longitud y por su uso en ocasiones poco sutil a la hora de explicarnos las deducciones de los personajes o darnos resúmenes de lo ocurrido al detalle, como ese mad doctor contándonos al final sus planes de venganza y dominación al detalle o el speech final de Blake (encantador, por otra parte).




No obstante, La marca amarilla, pese a sus defectos, se merece una lectura atenta, ya sea por su dibujo, su argumento pulp o por ese Olrik desatado que recuerda en vestimenta al dr. Jarrod (excelente Vincent Price) de Los crímenes del museo de cera. O por sus buenos, sus malos y su espíritu de serial de los años 50 que me hace pensar si no hubiera sido mejor nacer antes para disfrutarlo sin complejos. Finalmente, espero que Álex de la Iglesia pueda obtener el presupuesto suficiente para que su próxima película sea la esperada adaptación de este tebeo con tono de ciencia-ficción británica. Tal vez gracias al estreno mundial de Tintín y para contestar el ejemplo negativo de El capitán Trueno (fiasco ya previsto desde las brillantes declaraciones de actores y director y muestra brillante de cómo funcionan las cosas por España) La marca amarilla pueda tener su propia película, en manos no sólo de alguien muy capaz, sino también en las de alguien que ama al género y no se acerca a él desde una soberbia y una superioridad moral que no son en otros sino un intento falaz de ocultar la ausencia de ideas propias, de conocimiento de causa, humildad y competencia cinematográfica.